¿Terapeutas con o sin hijos?
Hace algún tiempo, alguien me agredió en el blog con la siguiente perla:
"Menos mal que, desde Cristo y San Agustín, siempre hay un hombre iluminado y sin hijos para indicarnos a las madres el camino del amor!"
Lo de llamarme "iluminado" y demás, dicha persona sabrá desde qué fantasías y mala uva se le ocurrió. Pero mencionar que no tengo hijos como si ello fuese incompatible con mi profesión o limitador de mi empatía o capacidad de ayudar a cualquier persona, ¡ah!, esto ya merece una explicación. Porque son frecuentes los individuos que cuestionan o desprecian a las personas sin hijos.En primer lugar, hay que explicar la empatía. Nuestra capacidad de sintonizar, amar y ayudar a los demás no depende obviamente de que hayamos vivido "literalmente" sus mismas experiencias, sino de la afinidad de las emociones humanas. Por ejemplo, si tú sobrevives a un accidente de avión y yo a otro de coche, nuestras circunstancias habrán sido muy diferentes, pero lo vivido interiormente (pánico, estrés, dolor, ansiedades, fobias, duelos, ira, impotencia, pesadillas...) será cualitativamente idéntico. Por eso, cualquier persona que haya vivido lo suficiente como para experimentar el mayor abanico emocional posible, estará en condiciones de comprender a cualquier ser humano. De otro modo, los médicos deberían sufrir todas las enfermedades para comprender a sus enfermos. Los abogados deberían ser ex-delincuentes para ayudar a sus clientes. Los amantes de la música deberíamos ser necesariamente músicos. Etcétera. Y ni siquiera los propios padres sintonizarían jamás con sus hijos, ya que éstos son menores, tienen sexos diferentes, son de otra época, etc.
Una de las claves de cualquier terapeuta no es, pues, que tenga hijos o no, sino que su experiencia vital, sea cual sea, le haya permitido vivenciar la mayoría de estados emocionales -agradables y desagradables- del corazón humano. Por eso, aunque un terapeuta no conozca en carne propia los rigores y sacrificios de la parentalidad, sí conoce bien las emociones y sufrimientos asociados a ella (amor, ternura, fusión, estrés, ansiedad, ira, miedo, rencor, culpa, tristeza, vacío, celos, impotencia, agotamiento, desamparo, ansiedad de persecución, odio, dudas, dilemas, sentimientos contrapuestos...), porque los ha padecido en otros contextos. Y porque además los comparte a diario con las madres y padres que atiende.
Por otro lado, nunca he pretendido "enseñar" a ninguna mamá o papá cómo debe criar a sus niños. No es mi experiencia personal, ni mi función como terapeuta psicodinámico. Una de las características de mi enfoque es que nunca veo a los padres como "padres", sino fundamentalmente como hijos/as de sus respectivos progenitores. Me limito, pues, a ayudarles a conocerse a sí mismos como hijos y como neuróticos (cosas que yo sí soy), persuadido de que sólo ello mejorará por sí solo sus vidas personales y familiares. Por eso, como cualquier terapeuta de mi línea, puedo comprender a cualquier persona con independencia de nuestra respectiva condición parental.
Pero alguien podría insistir: ¿no es contradictorio que los terapeutas que, como José Luis, escriben sobre la importancia de la madurez, el amor en la infancia, etc., no sean ellos mismos padres? ¿No resta eso crédito a sus ideas, su personalidad y su trabajo? Etcétera. Personalmente, mi respuesta es sencilla y precisamente la inversa: mi decisión consciente de no tener hijos (junto con Olga e igual que que deciden bastantes personas) no sólo no limita, sino que autoriza y fundamenta toda mi obra. Porque si ya desde mi juventud, con mis primeras terapias, me di cuenta de que no estaba capacitado para tener hijos, que los dañaría a causa de mi neurosis, etc., ¿por qué mucha otra gente no podría ser también consciente de sus límites? ¡Sólo la consciencia puede prevenir (o reducir) la transmisión de la neurosis! Y sobre ello gira precisamente todo mi trabajo.
Yendo más allá, creo que las suspicacias de algunas personas con hijos hacia los individuos que no los tienen forman parte, en realidad, de la presión social sobre la reproducción humana. ¿Por qué, p. ej., las primeras se empeñan en despreciar y agredir de distintas formas a los segundos? ¿Por qué se les insiste y apremia para que tengan hijos? ¿Por qué suelen llamar "egoístas" a los disidentes, o lanzarles admoniciones del tipo "¿qué sabrás tú lo que es ser madre (o padre)?" o "¡ya verás cuando tú seas madre (o padre)!" o "¿no os animáis, para cuándo el niño, la parejita, el nietecito?" Etcétera. También conocemos a esas mujeres que, a partir de cierta edad y muy presionadas consciente o inconscientemente por su entorno, comienzan a acomplejarse, angustiarse, obsesionarse por el hecho de que "aún no son madres", se les está "pasando el arroz", necesitan realizar su supuesto "instinto" maternal, etc., de modo que inician entonces una carrera contra reloj para quedarse embarazadas cuanto antes (p. ej., mediante un "padre" inseminador cualquiera, fecundación artificial, engañando o presionando a su pareja, adopción, etc.). Toda esta obligación de tener hijos no es, en fin, sino una violencia sociopolítica como cualquier otra.
Pero una de las secuelas de esta violencia es precisamente que muchísimos niños no nacen del amor, el bienestar y la libre elección de sus padres, sino de su neurosis, su obediencia social, sus sentimientos de deber y culpa, etc.; y, por supuesto, del egoísmo de todos. Así, cuando muchas personas se desengañan y agotan porque la parentalidad no resultó ser como soñaron o se les prometió, se llenan entonces de envidias y resentimientos contra quienes, por casualidad o elección, no cayeron en la misma trampa. De este modo se convierten en funcionarias inconscientes del sistema e inician sus ataques contra los que, no teniendo hijos, aquéllas imaginan más felices y libres.
Creo, en resumen, que la maternidad/paternidad no confiere por sí misma ninguna dignidad, superioridad ni mérito especial a nadie. En este asunto, como en todos los asuntos humanos (amistad, pareja, familia, sociedad, arte, política...), sólo nuestro grado de consciencia, madurez y amor determinará el valor final de nuestros actos. Por eso la condición parental de cualquier persona -terapeuta o no- es irrelevante.
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